jueves, 21 de julio de 2011

Nuevas Ideas

Es pasada la una de la tarde.  El sol cae a plomo y la única brisa es el humo de diesel del guajolotero de junto, cuyo chofer dedicó una “mentada de motor” a la doña del Mercedes que se le acaba de atravesar en una suicida maniobra de dos metros, y que además ni se da por enterada, porque lleva los vidrios cerrados y el aire a tope.
Acaba de terminar la de moda de la “Jenny”, y el animado locutor de “La Gruperísima” amenaza con una eternidad de comerciales, después de dar un informe desolador: “El termómetro indica que tenemos treinta y siete grados de temperatura a la sombra”.
El relojito del tablero avanza inexorablemente en su loca carrera sin fin; no así el tráfico, que lleva ya cuatro “sigas” sin avanzar ni un metro.  La vuelta anterior, poco más de una hora antes, la combi alcanzó a pasar  cuando apenas llegaba el contingente de maestros al Palacio de Gobierno, en su enésima marcha con todo y plantón, ahora más frecuentes ante la cercanía de las elecciones, y que mucho ayuda a reafirmar nuestra posición como uno de los países con menor calidad educativa del planeta.
Un transeúnte casual pensaría que el adusto gesto del chofer de la combi se debe a la difícil situación del tráfico; pero un análisis mas atento del asunto seguramente revelaría que la temperatura tan alta ocasiona en las personas una abundante sudoración, que a su vez provoca mal olor corporal a pesar de la eficacia que los anuncios televisivos achacan a los super desodorantes fabricados por las trasnacionales de siempre.  Si a esto sumamos el hecho de que en el vehículo van nada menos que dieciocho pasajeros, cabe fácilmente pensar en aquello como una auténtica lata de sardinas, tanto por apretados como por apestosos.
Efectivamente es el olor, y no el tráfico, lo que nubla el semblante de Fidelio López, inexplicablemente “Don Fede” para los amigos, en este mediodía infernal.  Pero, por si usted no lo sabía, le diré que los vehículos de transporte público están tan bien equipados que rivalizan con los autos importados de gran lujo, a pesar de que se vean, suenen y huelan como una auténtica cafetera, indigna hasta para el yonke.  Es por eso que Don Fede solamente tuvo que pulsar el apagador de pared instalado con generosas vueltas de cinta de aislar abajo del volante, y de inmediato comenzó a soplar el mini ventilador situado junto a la pantalla del DVD portátil.
Una vez que la suave brisa del aparato consiguió disipar el tufo, el semblante de Don Fede volvió a iluminarse.  Sus pensamientos estaban muy lejos del conflicto que vivía el centro de la ciudad.  No se cansaba de saborear la noticia que había recibido el día anterior, cuando por fin la revolución le había hecho justicia después de dieciocho largos y penosos años.
Comenzó como posturero en una de las peores rutas de la ciudad, trabajando en el carro de un viejo gruñón que sólo lo dejaba subirse cuando estaba tomada la Universidad o durante las vacaciones escolares, además de los domingos.  Pero eso sí, le cobraba la cuota completa.  Y además lo obligaba a asistir en su lugar a las juntas de la Unión, so pena de bajarlo definitivamente.
Fue en una de esas juntas, unos seis años atrás, donde conoció a Urbano Matías, ahora su compadre Tano tras los 15 años de su hija, la más chica.  Poco antes de aquella junta, el Tano acababa de conseguir su segunda concesión, y para celebrarlo invitó a unos cuantos al “tubo”.  Sin saber ni cómo, Don Fede terminó invitándole los privados al Tano, lo que le ocasionó varios días a dieta estricta de tortillas con chile; pero al final fue una buena inversión, porque éste lo ayudó a conseguir un turno regular en la naranja.
Después de otra reelección en la Unión, y como premio a la labor que realizó en el proceso, Tano fue nombrado representante de la Naranja, y a su vez empezó a encargarle varias chambitas a Don Fede: hablar con éste, estorbar a aquél, una calentadita por allá, cosas por el estilo.  En suma, labor típica de persuasión y proselitismo al viejo estilo.
La diligencia de Don Fede en sus funciones extracurriculares acabó por convertirlo en la mano derecha de su flamante compadre, que se pavoneaba satisfecho de comprobar que los de arriba se fijaban cada vez más en él.  Tanto así, que el Tano fue de los primeros en enterarse de las posibilidades de su jefazo, el eterno líder de la Unión, para contender por la anterior nominación, enfureciéndose con él cuando se enteró quién era el otro contendiente, y sufriendo con él cuando el partido se decidió por un tercero "para no alborotar más el gallinero", aunque siempre sospecharon que este último se puso más guapo.
Apenas tres meses atrás, el Tano confió a Don Fede las aspiraciones del Jefe para contender en las próximas elecciones federales, y le encargó especialmente ciertos trabajitos que, por su delicada naturaleza, sólo podían confiarse a personas muy selectas.  Don Fede vio entonces la oportunidad para insistir otra vez con su compadre sobre lo que se había convertido en su mayor obsesión: hacerse con su propia concesión.
El compadre Tano prometió solemnemente que Don Fede sería tomado en cuenta en la siguiente lista de asignaciones si cumplía adecuadamente con los encargos, y éste se dedicó a ellos con esmero ejemplar, sintiendo un orgullo de propietario cuando contempló por primera vez las magníficas calcomanías que anunciaban al flamante candidato por ese distrito electoral, a pesar de los insultantes letreros que el otro bando improvisó en sus carros.
Se enteró por el periódico que la Unión iba a recibir un nuevo paquete de concesiones, y pasó unos días angustiosos esperando la llamada del compadre, que finalmente recibió el día anterior, citándolo en las oficinas de la Unión al terminar su turno.
Unos fuertes silbatazos hacen volver a Don Fede de su ensueño, y se da cuenta que los carros están avanzando gracias a la presencia de varios tamarindos, que aparecieron de algún misterioso lugar para organizar el gigantesco embotellamiento.

Al caer la tarde Don Fede, recién bañadito y con sus mejores garras, llegó ante el escritorio de Martita, la recepcionista en las oficinas de la Unión, y se volvió a asombrar de su parecido con la “Número Uno” de la película de Monsters Inc. que recién había regalado a sus nietos.  Mientras esperaba pacientemente a que la empleada terminara su llamada telefónica, vio en el escritorio parte de la lista de asignaciones, abajo de varias carpetas.  Reconoció en ella, entre otros, el nombre del sobrino recién casado del Jefe (lo habían invitado como mesero a la boda), del hijo menor del tesorero de la Unión, y el de su comadrita, la esposa de Tano.
Al colgar el teléfono, y con su mal modo habitual, Martita le informó que “el Licenciado Matías se encuentra en una reunión con el Candidato, y dejó recado que no se le molestara.  Pero le dejó esto...”, entregándole un panfleto del Candidato que, como el Partido, ofrece "Nuevos Rostros para Volver con Nuevas Ideas".  Al darle vuelta, encontró una nota garabateada apresuradamente:
“Compadre: fíjese que al Candidato le salieron unos compromisos de último minuto, y tuvo que usar su concesión.  Pero me prometió que lo va a anotar para la próxima”.

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